Nehemías 2:11-20.
¿Se imaginan la emoción y la anticipación que Nehemías debió de sentir en este momento de su vida? Dios había depositado en su corazón una carga inmensa por las necesidades de Jerusalén. La ciudad estaba en ruinas, y ante él se alzaba una tarea monumental. Aunque ocupaba un lugar de prominencia en la corte, no tenía certeza de cómo reaccionaría el rey ante su petición. ¿Mostraría simpatía por la causa de Jerusalén y por el anhelo que consumía a Nehemías? ¿Estaría dispuesto a permitir que un siervo tan valioso y confiable abandonara el reino para embarcarse en una misión tan arriesgada?
Muchas veces soñamos con oportunidades así; las anhelamos, las imaginamos… pero rara vez se concretan. Debemos recordar que Nehemías no buscaba un proyecto personal ni una aventura elegida por gusto. Seguía el llamado, la guía y el impulso del Señor. Fue Dios quien encendió su corazón con esa carga santa, y quien allanó el camino para su regreso a Jerusalén y el inicio de la reconstrucción de sus murallas devastadas.
Nuestro texto nos sitúa ya en Jerusalén. Nehemías ha completado el largo y arduo viaje desde Susa, y está a punto de emprender la obra que Dios le ha encomendado. Solo el hecho de llegar hasta allí fue un reto formidable: muchos estudiosos coinciden en que el viaje debió tomar aproximadamente tres meses.
Ahora que ha llegado, se dispone a inspeccionar la ciudad, a percibir con sus propios ojos la magnitud del desastre y a trazar un plan estratégico para la reconstrucción.
Al acercarnos al texto de hoy, queremos detenernos en los desafíos que Nehemías enfrentó al disponerse a: Inspeccionar el daño. Y en primer lugar, debemos tener presente lo siguiente:
I. COMENZANDO CON LA CIUDAD (VV. 11–16)
En estos versículos se nos revela cómo Nehemías inspeccionó la ciudad y se enfrentó cara a cara con la desolación. No se trató de una simple caminata ni de una curiosa observación desde lejos. Fue una inspección intencionada, meticulosa, casi quirúrgica. Nehemías no improvisó. Cada paso, cada decisión, cada silencio tenía un propósito. Y al observar este momento, podemos extraer principios valiosos para quienes deseamos servir al Señor con sabiduría y visión. Detengámonos, pues, a considerar algunos aspectos clave de esta inspección.
A. Fue una inspección privada (v. 12a, 16)
“me levanté de noche, yo y unos pocos varones conmigo, y no declaré a hombre alguno lo que Dios había puesto en mi corazón que hiciese en Jerusalén… Y no sabían los oficiales a dónde yo había ido, ni qué había hecho; ni hasta entonces lo había declarado yo a los judíos y sacerdotes, ni a los nobles y oficiales, ni a los demás que hacían la obra.”
Nehemías comenzó esta fase de su misión bajo el velo del silencio. Nada de discursos grandilocuentes. Nada de proclamas públicas. En vez de eso, actuó con reserva, con una prudencia que roza la estrategia militar. Se levantó de noche, acompañado solo por unos pocos hombres, y no reveló a nadie lo que Dios había puesto en su corazón.
Y este detalle es más que narrativo; es profundamente instructivo. Hay momentos en los que la visión divina debe ser guardada en lo íntimo hasta que llegue su tiempo. No todo lo que Dios nos muestra debe ser compartido de inmediato. A veces, el silencio protege la semilla antes de que brote. En el caso de Nehemías, guardar la visión en secreto evitó distracciones, críticas prematuras o incluso sabotajes. Estaba en una ciudad en ruinas, entre líderes adormecidos y enemigos potenciales; no era el momento de hablar, sino de observar, discernir y preparar.
Recordemos: no todo lo santo necesita ser público desde el principio. A menudo, las grandes obras de Dios comienzan en la oscuridad de la noche y el sigilo del alma.
1. Para muchos de nosotros, esta actitud de Nehemías podría parecer un tanto inusual. ¿Por qué tanto sigilo? ¿Por qué no compartir la visión desde el principio y entusiasmar al pueblo? Pero Nehemías tenía una razón sabia y estratégica: deseaba mantener a raya a la oposición y reducir al mínimo el pesimismo y la resistencia anticipada. Era consciente de que ciertos enemigos —Sanbalat, Tobías y otros— ya se oponían activamente a cualquier intento de restaurar Jerusalén. ¿Para qué ofrecerles munición? ¿Para qué abrir puertas al sabotaje antes de tiempo? Cuanto menos supieran, más difícil les sería obstaculizar la obra. La discreción, en este caso, era una forma de protección.
Y aquí hay una lección vital para nosotros. No vivimos en un vacío espiritual. Nos enfrentamos a un adversario decidido, persistente, astuto. Él busca frenarnos, dividirnos, desalentarnos y derrotarnos por cualquier medio a su alcance. Es poderoso, sí —nadie lo niega—, pero no es todopoderoso. No es omnisciente como nuestro Dios. Solo puede actuar en función de lo que ve, de lo que escucha, de lo que se le revela. Por eso, hermanos, conviene que aprendamos el arte del silencio santo. No todo plan necesita ser anunciado. No toda visión necesita ser publicada. Hay momentos en que la obra del Reino se gesta mejor en el secreto, lejos del bullicio, lejos del radar del enemigo.
Guardemos silencio cuando sea prudente. Oremos en lo secreto. Planeemos con discernimiento. Porque si el enemigo no sabe lo que planeamos, no podrá levantar un ataque prematuro. El sigilo espiritual no es cobardía; es sabiduría en la batalla.
2. Nehemías también se dio cuenta del potencial pesimismo entre la gente. Probablemente, eran como el creyente promedio. Si se hubieran dado cuenta de la enormidad de la tarea, se habrían sentido tentados a criticar y quejarse. Él necesitaba mantenerlos enfocados en la tarea que tenían entre manos en lugar de entrar en pánico por la inmensidad de la necesidad.
No estamos abogando por la deshonestidad, pero muchas veces aumentamos nuestras dificultades alimentando el pesimismo. Necesitamos mirar nuestra tarea a través de los ojos de la fe y la determinación en el Señor. No nos centremos en lo grande que es la tarea; ¡enfoquémonos en cuán grande es nuestro Dios! Procuremos animarnos unos a otros en el trabajo en lugar de criticar y quejarnos.
B. Fue una inspección motivada por Dios (v. 12)
“me levanté de noche, yo y unos pocos varones conmigo, y no declaré a hombre alguno lo que Dios había puesto en mi corazón que hiciese en Jerusalén; ni había cabalgadura conmigo, excepto la única en que yo cabalgaba.”
En este versículo discreto se esconde una declaración poderosa. Nehemías no actuaba por impulso ni por iniciativa personal. No estaba improvisando una solución política ni ejecutando una idea brillante nacida de su mente analítica. No, lo que lo movía era otra cosa: Dios había puesto algo en su corazón. Y eso lo cambia todo.
No se trataba de una agenda humana, por muy noble que pareciera. No era una cruzada personal. Era una misión nacida del corazón de Dios, depositada con peso y claridad en el alma de su siervo. Eso es lo que marca la diferencia entre una buena obra humana… y una obra verdaderamente santa.
1. Debemos aprender la diferencia.
Hoy en día, muchas de las obras que se emprenden en nombre de Dios están guiadas por la energía humana: entusiasmo, buenas intenciones, talentos organizativos. Y sí, muchas de esas tareas son nobles, incluso necesarias… pero no todas están ordenadas por Dios.
Podemos construir, organizar, promover y levantar estructuras —y todo ello con esfuerzo sincero—, pero si la iniciativa no nace del corazón del Padre, terminará siendo carga en lugar de llamado, esfuerzo en lugar de fruto. Recordemos: las cosas buenas pueden convertirse en grandes estorbos si no han sido dispuestas por el Señor. El enemigo no siempre se opone con maldad evidente; muchas veces distrae con opciones “buenas” que no son las correctas.
2. La necesidad no es sinónimo de voluntad divina.
Al examinar las heridas del mundo, al mirar las ruinas de nuestro tiempo —ya sea en la iglesia, la sociedad o las almas—, la urgencia puede empujarnos a actuar con rapidez y tomar decisiones que creemos correctas y necesarias. Pero no debemos dejarnos arrastrar por el impulso. Más bien, lo que necesitamos es buscar la voluntad de Dios. Debemos buscar su dirección. Que nuestras acciones no surjan de un deseo piadoso, ni de una mera necesidad, sino de un mandato divino.
Muchos han tomado decisiones o comenzado cierto curso de acción con mucho fervor, y han terminado agotados, desanimados o derrotados. ¿Por qué? Porque no estaban caminando en la senda que Dios había trazado, sino en la que ellos mismos diseñaron. No basta con querer hacer algo que creemos necesario, o con querer hacer algo para el reino de Dios. Hay que escuchar al Rey. Siempre hay que escuchar al Rey.
Nehemías fue a Jerusalén porque Dios lo envió. Hizo lo que hizo porque Dios lo impulsó. Y eso hizo toda la diferencia. Así también nosotros: no debemos actuar sin dirección. No debemos avanzar sin la certeza de que el Señor ha hablado. La fidelidad no se mide por la actividad, sino por la obediencia.
C. Fue una inspección cuidadosa (vv. 13–15)
En estos versículos se nos permite acompañar a Nehemías en su silenciosa travesía nocturna. Él no estaba allí como turista ni como espectador melancólico. Era un siervo de Dios en misión, con los ojos abiertos y el corazón atento. Su recorrido —probablemente desde la puerta del Valle en el suroeste, girando en sentido contrario a las agujas del reloj— revela algo más que una ruta geográfica: es un viaje de reconocimiento espiritual, de confrontación con la realidad.
No sabemos con certeza si abarcó toda la ciudad o solo la parte sur, pero eso no es lo esencial. Lo esencial es que Nehemías vio. Vio la magnitud del desastre, la crudeza del abandono, las ruinas que el tiempo y el descuido habían dejado. No cerró los ojos. No endulzó la escena. La enfrentó. La recorrió. La midió. Y esa honestidad fue el primer paso hacia la restauración. Detengámonos a considerar dos aspectos clave de su inspección cuidadosa.
1. Su necesidad.
Nehemías observó directamente los escombros. No delegó. No se contentó con informes de terceros. Descendió al terreno y contempló con sus propios ojos la gravedad de la situación. Las murallas rotas, las puertas consumidas por el fuego, los pasajes obstruidos… todo eso hablaba de vulnerabilidad, de derrota, de urgencia. Pero para poder reconstruir, primero necesitaba saber cuán mal estaban las cosas. La fe no ignora la realidad; la confronta con esperanza.
Y aquí hay un espejo para nosotros. A veces, tememos mirar con atención el mundo que nos rodea. Evitamos la contemplación profunda porque intuimos que no nos gustará lo que veremos. Preferimos la ilusión del “todo está bien” antes que la crudeza del “todo se ha roto”. Pero ignorar el problema no lo elimina. Enterrar la cabeza en la arena no traerá la restauración.
Necesitamos mirar. Necesitamos ver. Necesitamos reconocer con precisión. Se trata de analizar con lucidez dónde estamos y dónde deberíamos estar. La idea es la de examinar tanto nuestros progresos como nuestros fracasos, nuestras fortalezas como nuestras grietas. No se puede edificar sobre ruinas si primero no se reconocen.
2. El principio del cambio.
Jamás alcanzaremos lo que el Señor desea para nosotros si no estamos dispuestos a hacer una evaluación honesta. La reconstrucción no comienza con entusiasmo, sino con diagnóstico. La victoria no se gesta en el autoengaño, sino en la verdad. Dios no edifica sobre ficciones, sino sobre corazones que se atreven a ver la realidad tal como es… y que luego se levantan en Su nombre para transformarla.
No se trata de recrearse en la ruina, sino de no tenerle miedo. Ver la necesidad no es pesimismo; es discernimiento. Y sin ese discernimiento, jamás podremos ser parte de la solución. El Señor no busca soñadores que ignoren el terreno, sino obreros que entiendan el campo que han de labrar.
3. La exactitud de la inspección
Pongamos un poco más de atención en el cuidado de esta inspección. Mientras la noche envolvía los escombros de Jerusalén, Nehemías cabalgaba en silencio, acompañado solo por unos pocos hombres de confianza. No había charlas, ni discursos, ni ruido. Solo ojos abiertos y corazones atentos. Era una inspección sobria, deliberada, meticulosa. No había lugar para el sentimentalismo ni para la negación. Nehemías quería ver la verdad sin adornos.
No buscaba una versión edulcorada de la realidad. No pidió a los suyos que maquillasen la devastación. No permitió que las voces del autoengaño suavizaran la crudeza de lo que tenían delante. Quería una evaluación honesta, sin filtros. Y eso fue exactamente lo que obtuvo: la verdad dura, nítida y necesaria.
Hay una lección urgente aquí para nosotros. En un mundo que maquilla sus heridas y disfraza sus ruinas con discursos optimistas, hace falta gente que mire con valentía. Hace falta, como Nehemías, una generación que no tema ver las cosas como realmente son. Que no camine en la niebla de las ilusiones, sino en la luz penetrante de la verdad.
¿De qué sirve planear una reconstrucción si no sabemos lo que está roto? ¿Cómo sanar una nación, una iglesia, un alma, si no estamos dispuestos a diagnosticar la herida? ¿Cómo restaurar nuestra comunión con Dios, si cerramos los ojos para no ver, ni reconocer nuestro pecado? Dios no edifica sobre apariencias. Él construye sobre corazones que aman la verdad, aunque duela.
Vivimos días de fractura. Los muros espirituales que antes se levantaban altos y firmes, se están cayendo piedra por piedra. La fe que antes marcaba el pulso de nuestra cultura es ahora despreciada o diluida. La moral ha sido arrastrada al lodo del relativismo. Y mientras tanto, muchos prefieren no mirar. No analizar. No incomodarse.
Pero no podemos permitirnos ese lujo. No, si queremos ser parte de la solución. Estamos en medio de una época desesperada, y quienes amamos al Señor debemos atrevernos a examinar el daño. Necesitamos hacer como Nehemías: descender al terreno, mirar el estado real de los muros, y dejar que la gravedad de la situación nos quebrante… pero también nos despierte.
Porque no bastará con mirar. Habrá que decidir. Determinar en el corazón que haremos todo lo que esté en nuestras manos, con la ayuda de Dios, para reconstruir lo que ha sido derribado. No será fácil. No será rápido. No será cómodo. Pero será necesario.
Si seguimos como vamos, pronto no quedarán muros. No habrá defensa. No habrá identidad. Y no será culpa del enemigo, sino de quienes prefirieron no ver, no actuar, no reconstruir.
Por eso, hermanos, miremos con claridad. Evaluemos con exactitud. Y levantemos el corazón con determinación. Aún hay tiempo. Aún hay esperanza. Pero la reconstrucción comienza cuando decidimos dejar de ignorar la ruina… y comenzamos a trabajar sobre la verdad.
Tomemos un momento para recordar a aquellos que caminaron antes que nosotros. Pensemos en los santos de Dios —hombres y mujeres que defendieron la verdad con valentía y vivieron conforme a la Palabra, no conforme al aplauso de los hombres. Recordemos a aquellos predicadores que creían, con fuego en el alma, que la Biblia no debía ser explicada con suavidad ni acomodada al gusto de la multitud, sino proclamada con poder, sin diluir su filo.
Recordemos a padres y abuelos, amigos y vecinos, que llevaban sobre sus hombros una carga santa: la necesidad espiritual de su generación. Ellos también enfrentaron oposición. También caminaron por sendas empedradas de pruebas y rechazos. Pero no retrocedieron. Siguieron adelante con convicción, defendiendo lo que era verdadero y justo, aunque les costara.
Nosotros también podemos elegir ignorar lo que nuestros ojos ven y hacer oídos sordos a las responsabilidades que nos llaman. Pero entendamos esto: la negación nunca ha reconstruido un muro. El silencio nunca ha defendido la verdad. Si nadie se levanta, el vacío solo crecerá. El daño solo se hará más profundo.
Sí, lo admitimos sin reservas: la tarea es gigantesca. No tenemos en nosotros mismos ni los medios ni la fuerza para cumplirla. Pero no estamos solos. ¡Podemos hacer todas las cosas en Cristo, que nos fortalece! Esta no es una frase bonita para colgar en la pared. Es una verdad de combate. Es una promesa para tiempos como estos.
Sé que lo repito con frecuencia —quizá hasta el cansancio—, pero es porque siento el peso de los tiempos en que vivimos. Las ruinas no son imaginarias. El deterioro espiritual es real. Y si no nos levantamos, si no tratamos de restaurar lo que se ha derrumbado, si no decidimos en el corazón luchar por lo que es eterno, ¿cómo pretendemos glorificar a Dios de esa manera?
Doy gracias a Dios porque hubo quienes antes de nosotros no se acobardaron ante la magnitud de la tarea. No se rindieron ante la dificultad. Por ellos estamos aquí. Por su fidelidad, hoy seguimos caminando. Y ahora, hermanos, es nuestro turno. Es nuestra hora. Que seamos hallados fieles.
Nada de esto ocurrirá mientras no estemos dispuestos a ser abiertos y honestos respecto a las necesidades de nuestros días. Nosotros somos la iglesia. No los políticos, no las instituciones, no algún héroe anónimo escondido entre la multitud. Nosotros. Esa es nuestra responsabilidad. Si no somos nosotros, ¿quién entonces? Si no es ahora, ¿cuándo? Y si no es aquí, ¿dónde?
Había planeado abordar estos versículos en una sola predicación, pero mientras preparaba el mensaje, el pasaje se abrió ante mí como una herida viva que no puede ser cubierta de prisa. Sentí que necesitábamos detenernos, mirar con atención y recorrerlo en dos partes. Si el Señor lo permite, concluiremos esta porción en mi próxima oportunidad de predicar.
CONCLUSIÓN.
Al terminar esta mañana, debo hacer una pregunta que ninguno de nosotros puede eludir: ¿en qué punto del viaje nos encontramos? Porque una cosa es segura: todos sentimos el peso de las necesidades de nuestro tiempo. Todos, de alguna manera, hemos visto las ruinas.
Tendremos que ser honestos: algo debe hacerse. Alguien debe levantarse. Alguien debe sentir la urgencia, y con corazón encendido, comprometerse a restaurar lo que se ha perdido.
No se trata de piedras ni ladrillos, pero no por eso es menos urgente.
Es un muro espiritual. Es el alma de nuestras casas, de nuestras iglesias, de nuestra generación.
Estoy convencido —y no lo digo como consigna, sino como una certeza que arde en lo profundo— de que Dios no hace acepción de personas. Si estuvo dispuesto a ayudar a Nehemías, también está dispuesto a ayudarnos. Si se interesó por la restauración de su generación, también se interesa por la nuestra.
Ahora solo queda una pregunta:
-
¿Quién de nosotros está dispuesto a resistir?
-
¿Quién está dispuesto a buscar la ayuda del Señor y marcar la diferencia en esta hora?
No esperemos a que otros lo hagan. Quizá el llamado sea para nosotros.
Quizá este sea nuestro momento.