Nehemías 2:1-10.
El primer capítulo nos abrió la escena con Nehemías, recibiendo desde lejos las tristes nuevas de Jerusalén. Aunque la distancia lo separaba de los muros derribados y las puertas quemadas, su corazón ardía con un fuego santo. No pudo mirar hacia otro lado. La herida de su pueblo se convirtió en su herida, y esa carga lo llevó de rodillas, a derramar ante Dios una oración humilde, quebrantada y sincera.
En el texto en que meditamos hoy, el tiempo ha pasado, pero no así la carga. Aquellas noticias no se esfumaron con los días; al contrario, se afianzaron en el alma de Nehemías como un llamado divino. Su compasión se ha vuelto determinación. Su oración, lejos de perderse en el viento, ha sido escuchada por el Dios que ve en lo secreto. Y ahora, ese mismo Dios está por abrirle el camino: una puerta se entreabre en el palacio, y con ella, la posibilidad de volver a Jerusalén y levantar lo caído, restaurar lo arruinado, cumplir el propósito que el Señor ha sembrado en su corazón.
Las murallas de la gran ciudad yacían en ruinas desde hacía unos ciento cincuenta años. Piedra sobre piedra, la historia se había desmoronado, pero el pacto de Dios con su pueblo jamás había sido olvidado. El reloj del cielo marcaba ahora la hora de la restauración. El tiempo de reedificar había llegado, y Dios ya tenía a su hombre. Nehemías estaba a punto de recibir el encargo divino que le daría autoridad, dirección y propósito para emprender la inmensa tarea de levantar nuevamente los muros caídos.
Y al contemplar la angustiosa situación del pueblo de Dios en aquellos días, y la carga ardiente que pesaba sobre el corazón de Nehemías, no podemos evitar ver un reflejo de nuestro propio tiempo. Hoy, no son los muros de piedra los que claman por ser restaurados, sino los muros invisibles y sagrados del espíritu. Los cimientos morales y espirituales de nuestra tierra están en ruinas, y parece que son pocos los que sienten la urgencia de reconstruirlos. Pero no nos engañemos: esto no agrada al Señor. Él sigue buscando hombres y mujeres que se levanten en medio de la ruina, que escuchen el clamor del cielo, y acepten el llamado a restaurar lo que ha sido quebrantado.
¿Quién dirá “aquí estoy”? ¿Quién pondrá manos al arado y corazón al propósito? ¿Quién se atreverá a edificar, confiando en el Dios que aún llama, aún envía, y aún reconstruye? Este pensamiento concuerda con lo que el profeta dijo: “Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar” (Isaías 58:12).
Meditemos, entonces, en el pasaje que hoy hemos leído. Consideremos las lecciones espirituales y prácticas que serán de mucha bendición para nuestras vidas. Meditemos en la “tristeza de Nehemías”.
La tristeza de Nehemías era evidente en su semblante (v. 1-3).
Estos versículos revelan mucho sobre el corazón y el compromiso de Nehemías. Fíjense bien en su semblante.
En el versículo 1, leemos: “Sucedió en el mes de Nisán, en el año veinte del rey Artajerjes, que estando ya el vino delante de él, tomé el vino y lo serví al rey. Y como yo no había estado antes triste en su presencia”.
- Su tristeza no desapareció con el tiempo.
En primer lugar, el paso del tiempo no alivió la carga que pesaba sobre el corazón de Nehemías. Al contrario, cuanto más avanzaban los días, más se agudizaba el peso en su alma. El fuego que Dios enciende no se apaga con las horas; es imposible ignorar el llamado divino, esperando que el tiempo lo diluya como si fuera un simple anhelo pasajero. Cuando Dios planta una obra en el corazón, esta no muere con la espera, sino que echa raíces más hondas.
También vemos en Nehemías un espíritu paciente, que supo esperar en el Señor. Tenía una profunda carga por Jerusalén, pero no se precipitó. Se mantuvo firme, permitiendo que el Señor abriera camino en Su tiempo perfecto. ¡Cuán necesario es esto para nosotros! Si Dios te ha revelado una tarea, un llamado, una obra que arde en tu interior, y aún no se ha abierto la puerta, espera. Espera pacientemente. No confundas el silencio con el abandono. Dios no se ha olvidado de ti; probablemente está tejiendo los hilos invisibles del momento oportuno, orquestando cada detalle para que su obra sea más fructífera, más profunda, más gloriosa, y todo conforme a su voluntad.
También me conmueve ver la bondad de Dios en medio de esta demora. Es posible que el corazón de Nehemías —y el de sus hermanos— haya sentido dudas, preguntas, tal vez una pizca de inquietud. Pero incluso en la espera, Dios estaba obrando para bien. El retraso lo mantuvo alejado de Jerusalén durante los duros meses del invierno, y así pudo emprender el viaje y comenzar la obra con la llegada de la primavera. Además, ese tiempo le permitió orar, planificar y prepararse para la tarea monumental que tenía por delante.
A veces necesitamos que alguien nos lo recuerde: un retraso no es una negación. No confundas la pausa con el olvido. Nuestro Dios ve más allá que nosotros, y conoce lo que necesitamos mejor que nosotros mismos. Haríamos bien en rendirnos a Su guía y seguir esperando en Él, con confianza, con fe, y con esperanza.
- Su tristeza fue manifiesta.
En el capítulo 1, versículo 2, dice: “que vino Hanani, uno de mis hermanos, con algunos varones de Judá, y les pregunté por los judíos que habían escapado, que habían quedado de la cautividad, y por Jerusalén”.
Durante aquellos cuatro largos meses, mientras Nehemías seguía cumpliendo su deber como copero del rey, algo comenzó a cambiar en su semblante. No podía seguir escondiendo la tristeza que brotaba desde lo más profundo de su corazón. El rey, atento observador, notó la diferencia: aquella no era una melancolía pasajera, sino una tristeza del alma.
Y vale la pena recordar que esto podía haber sido fatal para un siervo común. En la corte persa, se esperaba que los servidores se mostraran siempre alegres ante la realeza. Un rostro sombrío se interpretaba como un agravio contra el rey, un acto de deslealtad. Castigos como la degradación o incluso la muerte no eran inusuales. Pero Nehemías, aunque tenía una posición privilegiada, no podía fingir una alegría que no habitaba en su interior. Era honrado por el rey, gozaba de comodidades, y todo indica que no le faltaba nada, excepto lo esencial.
Y es aquí donde emerge el punto más profundo y revelador: un hombre jamás podrá ser verdaderamente feliz si no está haciendo aquello que sabe que Dios le ha encomendado.
Nehemías había recibido una carga santa por Jerusalén. Aunque su cuerpo estaba en Susa, su corazón estaba en los escombros de la ciudad amada. Podía tener todo cuanto el mundo ofrece, pero solo en Jerusalén, cumpliendo el propósito divino, encontraría reposo para su alma.
Hay quienes, como él, han tratado de silenciar el llamado de Dios con posesiones, entretenimiento, o agendas saturadas. Pero la incomodidad persiste. La insatisfacción no se va. El corazón que ha oído la voz de Dios no puede encontrar descanso hasta que obedece. La felicidad no nace de la abundancia, sino de la obediencia. Y hasta que no estemos donde Dios quiere que estemos, haciendo lo que Él nos ha llamado a hacer, la paz será siempre una sombra lejana.
Entonces, te pregunto: ¿dónde está tu Jerusalén? ¿Dónde te ha llamado Dios a construir, a llorar, a servir? Puedes tener prestigio, seguridad, comodidades y sonrisas aparentes, pero si tu alma no está en el centro de la voluntad de Dios, seguirás sintiendo ese vacío sagrado que no se llena con nada de este mundo.
No escondas la tristeza que delata un llamado ignorado. No finjas alegría donde solo hay obediencia postergada. Si el Señor ha depositado una carga en tu corazón, no intentes enterrarla bajo la rutina o el confort. Porque no hay mayor dicha que estar donde Dios quiere que estés, haciendo lo que Él te ha llamado a hacer.
En el versículo 3, leemos: “Y me dijeron: El remanente, los que quedaron de la cautividad, allí en la provincia, están en gran mal y afrenta, y el muro de Jerusalén derribado, y sus puertas quemadas a fuego”.
Nehemías no edulcoró la verdad ante Artajerjes. No disfrazó la realidad ni suavizó la gravedad del momento. Era un hombre de coraje e integridad, forjado en la oración y fortalecido en la carga que Dios había puesto en su corazón. No tenía forma de saber cómo respondería el rey, pero ya no podía vivir cómodamente en el regazo del lujo, mientras la ciudad de su Dios yacía en ruinas y sus hermanos sufrían en la humillación. Este momento revela lo más íntimo de su corazón: su verdadero anhelo no era el oro de Persia, sino el polvo de Jerusalén; no era la copa del rey, sino el muro derribado; no era el confort del palacio, sino la reconstrucción de lo sagrado.
Y cuán urgente es que en nuestros días se levanten hombres y mujeres con el corazón de Nehemías.
Muchos ven. Muchos saben. Muchos están al tanto de las ruinas espirituales que se extienden como sombra sobre nuestra generación. Pero pocos sienten. Pocos se duelen. Pocos son los que, al ver el quebranto, se levantan a interceder, a actuar, a edificar.
Ruego a Dios que se mueva entre nosotros de tal manera que nos incomode el confort y nos despierte del letargo. Que no podamos seguir viviendo vidas saciadas, mientras tantos viven vacíos; que no podamos dormir en camas suaves, mientras almas caminan hacia la eternidad sin haber conocido a Cristo. ¿Cómo podemos recibir la abundancia que Él nos ha dado y no sentir el impulso santo de compartirla? ¿Cómo podemos vivir envueltos en gratitud y no ser movidos a compasión?
La tristeza de Nehemías dio paso al compromiso (v. 4-6)
Los versículos 4 al 6 de Nehemías 2 revelan un corazón profundamente comprometido con la obra del Señor, un corazón dispuesto a obedecer, sin importar el costo, la incomodidad o el riesgo. Detengámonos a considerar algunos de los atributos de ese compromiso.
- Su oración – “Entonces el rey me dijo: ¿Qué cosa pides? Entonces oré al Dios del cielo.” (v. 4).
La pregunta del rey fue clara: ¿Qué deseas? Era una oportunidad, pero también un momento peligroso. Había en ello una posibilidad real de castigo. Nehemías estaba a punto de exponer el deseo más profundo de su corazón, y sabía que no había vuelta atrás. Sabía también que aquella carga por Jerusalén no era una emoción pasajera, sino un llamado divino. Y sabía, sobre todo, que si iba a regresar a Jerusalén y emprender la reconstrucción, solo Dios podía abrirle el camino.
Por eso, antes de decir palabra alguna, levantó su alma al cielo. Oró. Así, en medio del palacio real, bajo la mirada del monarca más poderoso de la tierra, Nehemías se conectó con el Rey soberano del cielo. Su compromiso no era simplemente con una causa noble, sino con la voluntad de Dios. Él no se movía por impulso, sino por oración. Dependía completamente del Señor.
Y aquí hay una verdad sencilla pero poderosa, que no deberíamos pasar por alto: hay mucha actividad en nuestros días, mucho movimiento, mucho hacer… pero ¿cuánto de ello está bañado en oración?
Hablamos de confiar en el Señor, pero ¿con qué frecuencia buscamos realmente Su guía antes de actuar?
Nos enfrentamos a puertas cerradas, a montañas imposibles, y concluimos rápidamente que no hay camino. Pero ¿hemos pedido que Dios lo abra? ¿Hemos orado con la intensidad con la que hablamos? Si Dios ha puesto una carga en tu corazón, Él abrirá camino.
Pero ese camino no se descubre con estrategias humanas ni con decisiones impulsivas: se revela a los que claman, a los que esperan, a los que oran.
Nehemías no se adelantó a Dios; se inclinó ante Él. Y esa es la clave de todo compromiso verdadero con la obra del Señor.
- Su petición – “Y dije al rey: Si le place al rey, y tu siervo ha hallado gracia delante de ti, envíame a Judá, a la ciudad de los sepulcros de mis padres, y la reedificaré.” (v. 5).
Qué palabras tan llenas de reverencia, propósito y determinación. No hay arrogancia en Nehemías, sino humildad. No hay exigencia, sino súplica. Se dirige al rey con respeto, pero su mirada sigue fija en un propósito más alto: reedificar lo que está en ruinas.
Nehemías no pidió riquezas, ni ascensos, ni seguridad personal. No pidió que otro fuera enviado en su lugar. Él mismo se ofreció. “Envíame a mí.” Como Isaías, como tantos otros siervos a lo largo de la historia redentora, Nehemías entendió que una carga divina no es algo que se transfiere; es algo que se encarna. Y cuando Dios llama, el corazón obediente no negocia: se entrega.
Fíjate en cómo fundamenta su petición: no apela a lógica política ni a favores pasados, sino al honor de los sepulcros de sus padres. Habla con el lenguaje del recuerdo, de la raíz, de la identidad espiritual de su pueblo. Jerusalén no era simplemente una ciudad destruida: era el símbolo del pacto, el escenario del nombre de Dios, la herencia de generaciones. Reedificarla no era solo una empresa arquitectónica: era un acto de fidelidad al Dios de los cielos.
Y aquí también nos interpela el texto. ¿Cuál es nuestra petición cuando oramos? ¿Qué deseamos realmente? ¿Nos contentamos con pedir bendiciones para nosotros, o estamos dispuestos a decir: “Envíame a mí”?
¿Tenemos la osadía santa de ofrecer nuestras manos, nuestros días, nuestra vida, para reedificar lo que ha sido derribado?
El mundo necesita más que palabras bienintencionadas. Necesita siervos con un corazón como el de Nehemías: humildes, valientes, y completamente entregados a la misión de Dios.
- Su disposición – “Entonces el rey me dijo (y la reina estaba sentada junto a él): ¿Cuánto durará tu viaje, y cuándo volverás? Y agradó al rey enviarme, después que yo le señalé tiempo.” (v. 6).
Qué escena tan rica en significado. El rey, al que Nehemías servía con fidelidad, no solo escucha su súplica, sino que accede. Y no lo hace a regañadientes, ni con sospecha, sino con agrado. ¿Por qué? Porque Dios había ido delante. Lo que comenzó en oración, ahora encuentra favor en los pasillos del poder humano. Y así sucede siempre cuando caminamos en obediencia: el cielo prepara los corazones antes de que toquemos las puertas.
Pero hay algo más aquí. Nehemías estaba listo. No improvisó. No pidió tiempo para pensarlo. Ya había orado, ya había planeado, ya tenía un tiempo definido. No solo tenía una carga espiritual; tenía también una mente ordenada, una visión concreta, una disposición activa.
Esto es clave en la obra de Dios. El compromiso verdadero no es una emoción pasajera ni una vaga intención. Es entrega con preparación. Es pasión con dirección. Es fe con estructura.
Muchos dicen “heme aquí”, pero no tienen idea de lo que eso implica. Nehemías, en cambio, había esperado, había llorado, había orado, y ahora estaba listo para actuar.
¿Y nosotros? ¿Estamos preparados para el momento cuando Dios diga: “Es ahora”? ¿Tenemos el corazón encendido, pero también las manos dispuestas y los pies calzados con prontitud? ¿Estamos listos para dejar el palacio y entrar en las ruinas, sabiendo que allí se encuentra la voluntad de Dios?
La disposición de Nehemías nos enseña que no basta con sentir el llamado; hay que estar listos para caminar en él, cuando la puerta se abra.
La tristeza de Nehemías motivó su encomienda (v. 7-10).
En los versículos 7 al 10, encontramos que el rey Artajerjes accedió a la petición de Nehemías y le encomendó la obra. Lo que comenzó como una carga en el corazón de un siervo, se convirtió ahora en una comisión respaldada por el trono. Y aquí hay un paralelismo profundo entre la misión que Nehemías recibió y el llamado que nosotros, como pueblo de Dios, hemos abrazado. La tarea no es liviana, pero no estamos solos. Así como Nehemías fue enviado con autoridad, nosotros también hemos sido enviados con poder. Consideremos lo siguiente.
- Su autoridad – “Y dije al rey: Si al rey le place, que se me entreguen cartas a los gobernadores del otro lado del río, para que me permitan pasar hasta que llegue a Judá.” (v. 7).
Nehemías sabía que la pasión no es suficiente sin dirección, y que el celo debe caminar con respaldo. Por eso pidió cartas: cartas reales que certificaran su misión y lo autorizaran ante cualquier resistencia. No iba como un rebelde, sino como un enviado; no por cuenta propia, sino con el peso del reino a su favor.
La lección es clara: cuando Dios nos llama, también nos envía con autoridad. La comisión que hemos recibido como iglesia no es informal ni simbólica. Es oficial, divina y respaldada por el Rey de reyes.
Somos enviados a una obra que no depende de nuestra elocuencia ni de nuestra fuerza, sino del respaldo del Reino eterno. Llevamos en nuestras manos la Palabra viva, y en nuestros corazones, el sello del Espíritu. No caminamos como mendigos, sino como embajadores.
No tenemos ninguna razón para agachar la cabeza o titubear en nuestra labor. Nuestra misión lleva el aval del cielo. Efesios 3:12 lo declara: “En quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en Él.” Y Hebreos 10:19-22 lo confirma con firmeza: “Teniendo, pues, hermanos, libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús… acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe”.
Nuestra autoridad no es terrenal ni frágil. Es celestial, irrevocable, y eterna. Así como Nehemías fue comisionado por Artajerjes, nosotros hemos sido comisionados por Cristo. Y si Él ha dicho “ve”, entonces no hay río que no se cruce, ni muro que no se levante.
- Su provisión – “Y carta para Asaf, guarda del bosque del rey, para que me dé madera para enmaderar las puertas del palacio de la casa, y para el muro de la ciudad, y la casa en que yo estaré. Y me lo concedió el rey, según la benéfica mano de mi Dios sobre mí.” (v. 8)
Nehemías no solo pidió permiso para ir, sino provisión para edificar. No bastaba con llegar a Jerusalén; necesitaba recursos concretos para cumplir con la tarea. Y el rey se los otorgó. No por mérito de Nehemías, sino —como él mismo reconoce con humildad— “por la benéfica mano de mi Dios sobre mí.”
¡Qué declaración tan rica en teología y tan cargada de fe! Nehemías entendía que aunque la provisión venía a través del rey, el proveedor real era Dios. Era la mano invisible del Cielo la que movía las piezas del poder humano.
También nosotros, llamados a edificar en medio de ruinas, necesitamos materiales: no de piedra ni de madera, sino de gracia, sabiduría, discernimiento, poder espiritual, y sobre todo, del fuego vivo del Espíritu.
Y esa provisión no escasea en la economía del Reino. Dios no solo llama. Dios equipa. No solo envía. Sostiene. Él abre camino donde no lo hay, y suple con generosidad cuando sus siervos se disponen a obedecer.
¿Cuántas veces hemos dudado, creyendo que la obra es demasiado grande para nuestras manos? Y, sin embargo, ¿no ha sido su mano la que ha provisto justo a tiempo?
Nehemías recibió madera de los bosques del rey. Nosotros tenemos acceso a los tesoros celestiales. Y si estamos en la obra de Dios, podemos tener plena certeza de que Dios estará en la obra con nosotros.
Él sigue enviando cartas de provisión. No selladas con cera real, sino con sangre redentora. Y no llevadas por corceles imperiales, sino por el soplo del Espíritu en nuestros corazones. “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:19)
- Su seguridad – “Luego fui a los gobernadores del otro lado del río, y les di las cartas del rey. El rey había enviado conmigo capitanes del ejército y jinetes.” (v. 9)
Nehemías no marchó solo por caminos inciertos. Iba bajo el amparo del rey, armado no con espada, sino con autoridad. No solo portaba cartas de comisión, sino que fue escoltado por capitanes y jinetes: testigos visibles de que su viaje estaba respaldado por el trono terrenal… y por el celestial.
Esto no es menor. Es una imagen profética del creyente enviado con propósito: asegurado, sellado y escoltado por la fidelidad de Dios.
También nosotros caminamos con cartas de gracia, firmadas por el Rey eterno. Hemos sido comisionados y sellados para llegar a destino. Sí, sellados como dijo Pablo, “No entristezcáis al Santo Espíritu de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.” (Efesios 4:30)
La obra que Dios comienza, Dios la sustenta. El Dios que envía, también guarda. Y cuando el camino se oscurece o la carga se hace pesada, recordamos con gozo: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31)
No caminamos solos. Nos acompaña el Capitán de nuestra salvación, pues “Mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo.” (1 Juan 4:4)
- Su adversidad – “Pero cuando lo oyeron Sanbalat el horonita y Tobías el siervo amonita, les disgustó en gran manera que alguien hubiera venido para procurar el bienestar de los hijos de Israel.” (v. 10)
¡Y aquí está la realidad que a veces quisiéramos ignorar! Apenas se enciende una llama santa en el corazón de un siervo, aparecen los vientos contrarios. Apenas se levantan los muros, surgen los enemigos.
Sanbalat y Tobías no eran enemigos personales de Nehemías. Eran enemigos del propósito de Dios. La sola idea de que alguien buscara el bien del pueblo de Dios les resultaba insoportable.
Y así también hoy. Toda obra nacida del cielo atraerá resistencia en la tierra. Pero eso no debe desanimarnos, sino confirmarnos: si hay oposición, es porque hay propósito.
La presencia de adversarios no indica ausencia de Dios, sino a menudo lo contrario. Quien avanza sin oposición, quizás no está marchando en dirección peligrosa para el infierno.
Aprendamos de Nehemías: no se detuvo, no se distrajo, no se debilitó. La oposición fue parte del viaje, pero no desvió su paso.
¿Y nosotros? ¿Nos detendremos cuando aparezcan las voces contrarias? ¿Nos retiraremos cuando se nublen los cielos? Oremos para que Dios nos dé el mismo temple: ojos fijos en Jerusalén, corazón encendido por el llamado, y pasos firmes incluso entre sombras.
Conclusión.
Nehemías no era un arquitecto de profesión, ni un guerrero de renombre. Era un copero. Un siervo en la corte de un rey extranjero. Pero un copero con un corazón cargado por la gloria de Dios y la restauración de su pueblo.
Cuando Dios quiso reedificar los muros de Jerusalén, no buscó poder político, ni músculo militar. Buscó un corazón quebrantado. Un hombre que orara más rápido de lo que respondiera. Que supiera esperar, pero no olvidar. Que llevara en su alma el dolor del pueblo, incluso cuando vivía rodeado de privilegios.
- Nehemías oró… y Dios respondió.
- Nehemías pidió… y el rey proveyó.
- Nehemías caminó… y Dios lo guardó.
- Nehemías avanzó… y los enemigos se revelaron.
Así es siempre la senda de los que son comisionados por el Rey de reyes. No es fácil, pero es segura. No es cómoda, pero está llena de propósito. Y si Dios está contigo, ni los “Sanbalat” ni los “Tobías” del mundo pueden detener lo que Él ha comenzado.
Hoy, el llamado no es a reconstruir murallas físicas, sino muros espirituales que protejan la verdad, el amor y la fidelidad.
Muros que vuelvan a levantar la dignidad del Evangelio entre los escombros del mundo moderno.
Y Dios aún busca corazones como el de Nehemías. No títulos, no habilidades espectaculares. Solo corazones dispuestos.
- Corazones que lloren por lo que Él llora.
- Corazones que oren antes de hablar.
- Corazones que se levanten aunque tiemblen.
Hermano, hermana, ¿dónde están los “Nehemías” de esta generación? ¿Quién se atreverá a dejar la comodidad de Susa por el polvo de Jerusalén? ¿Quién cambiará el palacio por el muro en ruinas? ¿Quién dirá hoy: “Aquí estoy, Señor. Envíame a mí”?