En esta lección, yo deseo que nos enfoquemos y pongamos nuestra atención y pensamientos en una persona en particular. Que podamos acercarnos y descubrir aquellos aspectos implicados o envueltos en el relatado de la vida de ella en las Escrituras. Que nos acerquemos a conocer más de su personalidad, carácter y corazón de ella. Que podamos apreciar con sumo cuidado lo que implicó la llegada de Jesús a su vida. De cómo Jesús trastocó, conmovió la vida de tal persona. Y, de esa forma, identificarnos con ella con el propósito de que nuestras vidas imiten el amor, la devoción, la fidelidad, y la esperanza que ella halló en Jesús. María (Lucas 1:26-56).
(1) María
Cuando la Escritura comienza a hablar de María, hasta donde sabemos, ella era una mujer muy joven, tal vez menor a 20 años. Esta muchacha, sin duda alguna, había sido enseñada acerca de la Ley del Señor. Sus padres, como era la costumbre entre los judíos, seguramente la instruyeron en todo lo concerniente al Señor. En su mente y en su corazón, sin duda alguna, estaba el primer mandamiento: “…Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento” (Mar. 12:29-30). De hecho, podemos estar seguro que no solo aprendió acerca de esto, sino también de toda la historia de Israel, del amor, de la misericordia y del cuidado que Dios tuvo para con ellos, de Sus promesas, de Sus obras portentosas o de la devoción del rey de David en los Salmos. Muy seguramente también aprendió de las mujeres piadosas del Antigua Testamento; y por qué no, también de la mujer virtuosa de Proverbios 31. Estoy convencido que todo esto hizo que ella, desde su corazón, fuese una mujer devota y piadosa al Señor. Que ella tuviese la convicción profunda, en su espíritu, que Dios es el Soberano, que Él es el Amo, y que Su voluntad debe ser obedecida con temor y reverencia.
Según Lucas, ella se describió así misma como “sierva del Señor” (“Entonces María dijo: He aquí la sierva[1] del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra…” – Luc. 1:38). ¡Noten como esta joven mujer, desde muy temprana edad, reconoce al Altísimo como su Señor, y como una que está dispuesta a someterse a la voluntad de Él! De hecho, después del nacimiento de su primer hijo, es decir, Jesús, ocurren ciertas cosas que describen el corazón de esta joven mujer hacia el Señor, observemos: “Cumplidos los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuese concebido. Y cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, conforme a la ley de Moisés, le trajeron a Jerusalén para presentarle al Señor (como está escrito en la ley del Señor: Todo varón que abriere la matriz será llamado santo al Señor), y para ofrecer conforme a lo que se dice en la ley del Señor: Un par de tórtolas, o dos palominos” (Luc. 2:21-24) Notemos en este relato como María cumple diligentemente con la voluntad de Aquel a quien había llamado su Señor. Ella muestra su lealtad a la Ley del Señor. María tenía la disposición y el carácter para la obediencia, y acataba la Ley tal cual como el Eterno la había prescrito. Definitivamente no hay duda de la piedad de María al Señor. Aunque podría parecernos irrelevante lo que ella hizo, esto muestra la devoción de María como sierva del Señor y su respeto a la Ley del Eterno.
(2) Jesús llega a la vida de María.
Aunque es cierto que la llegada de Jesús a la vida de María fue excepcional, única, así como un privilegio y una bendición indecible, ya que ella fue el vaso escogió por el Señor para traer milagrosamente a Su Hijo al mundo en forma humana, tal como lo describió el ángel Gabriel: “Y entrando el ángel en donde ella estaba, dijo: ¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres. Mas ella, cuando le vio, se turbó por sus palabras, y pensaba qué salutación sería esta. Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Luc. 1:28-33); Tal privilegio y bendición llegaría a ser un gran reto para ella. ¿Por qué lo digo? Bueno, vamos a considerar el momento cuando, precisamente, Jesús llegó a su vida con el fin de que entendamos esta experiencia excepcional y bendita que vivió María.
Recordemos que ella era una muchacha muy joven, al parecer, viviendo con su familia. Tal vez ocupaba tiempo en quehaceres domésticos, o en alguna otra actividad secular, además de las religiosas. Según Mateo, ella tenía una relación con un hombre llamado José, el cual la desposó para casarse con él. Seguramente ella estaba feliz, haciendo los preparativos de su boda, pensando en todo esto y en el nuevo hogar que formaría con su prometido. Una vida tan común como la de cualquier otra joven de su época. Sin embargo, en uno de esos días, el Dios de los cielos, por medio de su ángel, le da a conocer a María Su voluntad, el designio de Él para con ella. Según Lucas capítulo 1 y versículo 29, María se perturbó o, como dice el texto griego, se agitó en gran manera por la salutación del ángel. Hubo una conmoción en su ánimo. ¿Se pueden imaginar la escena? ¿Pueden imaginar el rostro de María ante la manifestación del ángel del Señor y de sus palabras para con ella? Además, y según el versículo 34, hay perplejidad en María con respecto a lo dicho por el ángel, pues, para quedar embarazada ella debía estar con un hombre. ¿Se imaginan el conflicto en su mente porque, naturalmente, esto era imposible? ¿Podemos imaginar lo que estaba pasando por su mente? No obstante, el ángel le responde cómo sucederá tal cosa y declara que “nada hay imposible para Dios” (v.37) ¡Qué respuesta la del ángel para María! Definitivamente ella debía aprender a confiar en lo dicho por el Señor. ¡Y en efecto, lo hizo!, el versículo 38 así lo muestra: “He aquí la sierva del Señor, hágase conmigo conforme a tu palabra…” Nunca vemos en María una actitud de rechazo y cuestionamiento por la elección del Señor sobre ella. Jamás encontramos a esta joven mujer renegando de la voluntad de Dios para con su vida. Sino, todo lo contrario, una actitud de humildad y sumisión ante la voluntad del Altísimo, aun cuando ella, para ese momento, no tuviese una compresión de todas las cosas que implicaban la voluntad del Señor.
No obstante, aquí no termina todo, ahora María debía decirle esto a su prometido, ¿Qué cosa? ¡Que estaba embarazada! ¿Se pueden imaginar tal situación? ¡Ella, por causa de Jesús, tenía que enfrentar esta prueba! Según el relato de Mateo capítulo 1 y versículo 19, entendemos que María le hizo saber a José que estaba embarazada. Es obvio que José supo que ese niño no era suyo. María estaba en una situación muy complicada, ya que, en semejante caso, la Ley le otorgaba el derecho a José de repudiarla y exhibirla públicamente como una infiel fornicaria, y de hecho José estaba pensando en hacerlo, vamos a leer la siguiente versión de Mateo: “Entonces José su marido, siendo hombre justo, y no queriendo exponerla a la ignominia pública, se propuso repudiarla secretamente. Pero mientras él pensaba en esto, he aquí, un ángel del Señor le apareció en sueños…” (VM) ¡Qué situación la de María por causa de la llegada de Jesús a su vida! Sin embargo, Dios tuvo misericordia de María y la cuido, y le hizo saber a José Su voluntad con el propósito de que recibiese a María su mujer. Como resultado, ¡todo cambio para María gracias al Señor! Y si hubo algún miedo en ella por semejante situación con su marido, su familia y las personas al rededor, todo, por el Señor, fue disipado. Él la liberó de cualquier angustia y temor.
(3) María engrandece y alaba al Señor.
En aquellos mismos días, María visita a Elizabet. En esta visita, y delante de ella, María expresó una serie de palabras que han sido conocidas como “el magníficat”. Su significado en griego[2] quiere decir: “Engrandecer, magnificar”, de allí, alabar, honrar, enaltecer. En las palabras de María podemos contemplar cuán grande fue el efecto que causó la llegada de Jesús a su vida para provocar (en ella) toda la alabanza, honor y gloria al Eterno por medio de su boca. Jesús fue la causa de toda esta exaltación de ella al Altísimo. Sin duda alguna, esto no fue más que una expresión, una manifestación tangible de lo que había en su corazón.
Es así, pues, (y según el relato de Lucas capítulo 1 y los versículos del 46 al 55), que conocemos y aprendemos que, para María, el Señor era digno de recibir toda exaltación desde lo profundo de su alma, y allí – en su espíritu -, se llenaba de alegría en virtud de que Dios era su Salvador.
Además, la obra Divina en ella, es decir, el nacimiento del Hijo de Dios, hizo que María reconociese su bajeza ante la grandeza del Creador. Ante tal hecho, no hizo ella más que considerarse “una mujer bienaventurada”, ¡Es decir, Jesús fue una bendición para ella y para su vida!
En sus palabras, ella magnifica al Señor y declara que es el Dios Todopoderoso. Ella magnifica la virtud de la compasión del Señor. Que el Dios Justo no tolera a los soberbios, y que no hay otro Amo y Soberano por encima de Él.
Que a los humildes Él realza. Que los que no tienen, llegan a tener las más grandes y verdaderas bendiciones. Y los que tienen, Él hace que conozcan y exhiban su verdadera miseria.
María magnifica a Dios porque siempre ha sido el amparo o el auxilio de su pueblo, y jamás ha olvidado Su misericordia con aquellos que le reverencian con temor. María magnifica la fidelidad del Señor porque ha cumplido Su palabra cuando prometió a Abraham traer a la simiente que iba a bendecir a todas las familias de la tierra, es decir, al Mesías el Salvador del mundo.
Con estas palabras, no nos queda ninguna duda que la llegada de Jesús a la vida de María fue de tal influencia en su corazón que provocó toda esta manifestación de alabanza, de exaltación y de gloria al Dios de los cielos. María nos hace recordar tan elocuentemente las palabras del salmista cuando exclamó: “Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca […] Te exaltaré, mi Dios, mi Rey, y bendeciré tu nombre eternamente y para siempre […] Grande es Jehová, y digno de suprema alabanza; y su grandeza es inescrutable” (Sal. 34:1; 145:1, 3).
Para nuestra reflexión y aplicación.
Antes de Jesús llegar a nuestras vidas, ellas eran comunes y ordinarias según el mundo. Sin embargo, y por la enseñanza del evangelio, conocimos del amor, de la gracia, de la misericordia, de la justicia y de la santidad del Señor. Debido a ello, fuimos persuadidos y movidos a la obediencia y el Señor hizo posible que nuestras vidas hayan sido cambiadas para llegar a ser siervos del Altísimo. Estoy convencido que la gran mayoría de nosotros ha tenido momentos en que ser siervo del Señor ha sido un gran reto. El hacer la voluntad del Señor siempre implicará un desafío, una lucha en cualquier circunstancia donde se nos demande fe, confianza y fidelidad a la palabra del Señor. Aun así, el Señor ha prometido estar con nosotros, y todos gozamos de la bendición de Su comunión y cuidado. Por tales razones, nosotros somos motivados a magnificar al Señor. A glorificarle, a darle toda alabanza por sus virtudes y por sus obras poderosas. Porque, al igual que María, hemos conocido de la maravillosa gracia del Señor en la persona de Su Hijo Jesucristo, y por quien hemos recibido el perdón de pecados y la esperanza de la vida eterna en los cielos. Sin duda alguna fue una gran bendición para María haber sido la madre del Señor, pero mucho más haber conocido a Aquel que era su Salvador.
Luis Adriano Barros.
Evangelista.
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[1] Más bien, la esclava del Señor (δούλη, G1399).
[2] μεγαλύνω, G3170.